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RELATOS MARINEROS

DOÑA XIMENA
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1984 - El Primer cruce del  Río de la Plata

Durante el invierno de 1984 zarpa  de Olivos (YCCN) con destino Colonia (R.O.U.) , una flotilla de 2 barcos clase  Bries, diseño de Van de Stadt, el  "Doña Ximena" y el gallardo "Cid Campeador".

 

Indescriptible magia del amanecer helado en aquellos  días sin satelitales, sin windgurú, con apenas un compás de bitácora aeronáutico en el piso del cockpit, sin radio  e impredecibles motores Heinkel con arranque a manivela. Escandallo y sondaleza, la pínula y la H118 húmeda y marcada.

 

Al mando del Cid Campeador, el altivo Capitán G. condecorado de glorias náuticas pasadas toma la vanguardia tras cruzar el canal Mitre.

 

Viento de proa, el  " Doña Ximena", aplica el lema  que su patrón, Don Polo refiere tanto a la navegación como a la vida misma. "Hay que ganar barlovento". 

 

El espíritu de la navegación en conserva agoniza  en la vanidad y los dos barcos se van perdiendo, uno adelante y a sotavento. Los tripulantes todos neófitos. Primer cruce.

 

Todos alumnos del curso anual de timonel a cargo de Leopoldo "Polo" Segot.

 

Tras la refrescada cambiamos genoa por foque y cuando divisamos costa uruguaya estábamos a la altura de la Barra del San Juan, torre Anchorena, corriente, deriva, abatimiento mediante. 

 

A bordo del Doña Ximena la noche se precipita entre borde y borde, algunos grumetes averiados y ni noticias del Campeador.

No alcanzó la luz del día para cubrir las treinta millas mas largas del mundo,  y nos vimos bordejeando en la oscuridad con vivencias indescriptibles. 

 

Luces  de tierra, boyas, antenas,  un faro, en un  abigarrado mundillo nocturno que se resistía a brindarnos alguna idea de tiempos , distancias,  y mucho menos del puerto destino en esa fase de nuestra formación náutica.

 

Entre enormes olas, al menos las mas grandes que hubiésemos experimentado en un velero hasta entonces,  y tremendas salpicaduras como ritual eterno de bautismo, se fueron vislumbrando las personas, las vocaciones, las diferencias , los mareos y los destinos. 

 

Supe después  que entrabamos por el Norte, desde la vieja 58.8,   dejando farallón y San Gabriel a estribor. 

 

No tenía representación entonces y volaba mi imaginación frondosa como si llegara a quién sabe que tierras remotas. 

 

18 horas después de haber zarpado, entre una bruma de madrugada y un momento de recalmón el Doña Ximena ingresa a un mundo mágico y desconocido  hasta entonces al compás del viejo Heinkel.

 

Al borneo nos encuentra  el alba , el puerto deportivo casi vacío.

 

Comprobamos que habíamos llegado los primeros y ni rastros del "Cid Campeador". 

 

Preocupados y agotados nos fuimos a dormir para comprobar al despertar que todavía no habían llegado.

 

Alerta, preocupación,  optimismo, más sin novedades desembarcamos.  Informamos a la prefectura.  Indagando el horizonte no se ven mas que las islas, la San Gabriel, las López y el mar dulce en la soledad del invierno cuando todavía ver un velero era poco frecuente y los uruguayos nos llamaban "la gente de los barcos". 

 

Ya con la certeza que algo había ocurrido se nos representaba el peligro de la vanidad, el mayor peligro para cualquier capitán. Algo que se vislumbra pero se calla. El dogmático Capitán G. tal vez se perdió en la noche.

 

Mientras navegábamos en las hipótesis de la suerte corrida por nuestros compañeros, vemos llegar a tres de ellos a pié, la chica llorando.

 

Y ahí supimos de la suerte con suerte de una noche nefasta.

 

Efectivamente el Capitán G. se perdió en la noche y fue a dar con todos los polluelos a las piedras, no sabemos si en proximidades del farallón o cerca de las López. No se sabe si por el sur o por el norte.

 

Uno de los chicos rumbeó directo al Aliscafo.

 

Pensó en su hijo recién nacido mientras el barco sonaba al ritmo de los golpes que daba sobre las piedras en la negra noche.

 

Barco robusto.

 

Nervios, gritos y órdenes incomprensibles del viejo Capitán en su caída libre en lo siniestro,  que muchas veces irrumpe para hacer vacilar cualquier mérito declamado.

 

No recuerdo sus justificaciones. Tal vez que los neófitos no llevaron bien el rumbo, la poca visibilidad, los años, el viejo compás.

 

Terminaron al amanecer en el Puerto Franco, lo que nos hace presumir que entraron por el sur, tal vez se llevaron puesta la vieja roca Anita que nunca se sabe donde puede estar y se la siguen llevando puesta aún en nuestros días. 

 

Después vino la magia de la camaradería,  los relatos de lo vivido, de la vieja ciudad de Colonia, la cena en lo del "Pichu", los cánticos en el Real de San Carlos y la sudestada, con lluvia como para coronar un regreso también mágico, esta vez en rigurosa conserva.

 

Fue el último comando del capitán G., desafortunado, con la marca de los númenes que nos enseñan la modestia.

 

Nadie está tan lejos como pretenden las charlas de cockpit o de taberna de marineros con mil historias que solo le pueden ocurrir a los otros entre nubarrones de sendas pipas.

 

Grandes capitanes, grandes catástrofes.

 

Unos años después pude sentir la experiencia de toparme con las rocas, con mucha suerte también y no me privó mi experticia de tragarme un barco hundido, y ahí casi  termino en  el lecho de nuestro río marrón.  

Pero ya siento más respeto por el Capitán G. 

 

Si tuviera que describir la constelación de la tragedia la resumiría como un cocktail de experiencia comprobada, reconocimiento social, confianza en uno mismo, ser alguien que sabe, en quién los otros confían ciegamente por el puro prestigio, o sea por la pura imbecilidad que siempre nos acecha.

 

A veces la propia, a veces la ajena.

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